Ya casi había olvidado el extraordinario placer de volar cada tarde encima de mi patín bajo la luz de los últimos rayos de sol, con el calorcito rico de la primavera y rodeado de un puñado de buena gente, que como yo, no dejan de ser en cierto modo una especie de bichos raros enganchados a una tabla de madera con ejes y ruedas.
Estaba pensando que es extraño que en estos dos meses o tres que llevo escribiendo en mi pequeño rincón de palabras no haya dejado ni una mínima referencia, ni un comentario o una foto de esta afición, que a pesar de los altibajos, momentos mejores y peores, me acompaña a todas partes desde chiquitín.
Para los que no se hayan subido nunca a un patín y se hayan dejado enganchar aunque solo sea un poquito por sus garras, o no conozcan a nadie que les haya comido un poco la cabeza con el tema, entiendo que es tontería explicar aquí con unas pocas palabras todo lo que supone, lo que se puede llegar a sentir cuando te subes a uno, la magia que lo envuelve, lo brutalmente estético que puede llegara ser, la satisfacción de ver la progresión, lenta, costosa, dolorosa en muchas ocasiones, pero progresión al fin y al cabo, que con el paso de los años acaba convirtiéndose en control sobre el mismo.
Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que monte en uno. Tendría 8 o 9 años, cuando un buen día apareció en el patio del cole un compañero de clase con una patineta de plástico bajo el brazo (una mítica Sancheski naranja). Desde ese primer día que monte en aquel pequeño patín, su poder de atracción me apresó tan fuerte como el mordisco de un Pit… cuando coge a su presa ya no la suelta.
Desde aquella primera vez, el reguero de recuerdos almacenados en mi cabeza es interminable. Montones de historias y anécdotas imborrables, Mi primer patín, las primeras pateadas de niño por mi barrio y después por toda esta mini city (con 10 u 11 años era un aventura igual), el primer “ollie”, la gente de tu ciudad con la que empiezas, cientos de tardes patinadas, cientos de sesiones al sol, días buenos en que todo sale “rodao” y otros de desesperación por que un truco se ha cruzado bajo tus pies hasta el punto de querer partir en dos ese endemoniado trozo de madera; cientos de golpes, caídas y lesiones de todo tipo; decenas de tablas partidas, muchos viajes con la patineta a la espalda, mucha gente de muchos lugares que vas conociendo entre truco y truco…
En fin, mil historias bajo los pies...; todo esto venía a cuento de que con la primavera y el buen tiempo vuelven otra vez esas ganas grandes de salir cada atardecer a patinar un ratito resurgiendo toda esa energía que permanece dormida durante el invierno. Sinceramente creo que he tenido suerte de haberme topado con un patín y haberlo disfrutado tanto… y lo que queda...
Ride or die
Estaba pensando que es extraño que en estos dos meses o tres que llevo escribiendo en mi pequeño rincón de palabras no haya dejado ni una mínima referencia, ni un comentario o una foto de esta afición, que a pesar de los altibajos, momentos mejores y peores, me acompaña a todas partes desde chiquitín.
Para los que no se hayan subido nunca a un patín y se hayan dejado enganchar aunque solo sea un poquito por sus garras, o no conozcan a nadie que les haya comido un poco la cabeza con el tema, entiendo que es tontería explicar aquí con unas pocas palabras todo lo que supone, lo que se puede llegar a sentir cuando te subes a uno, la magia que lo envuelve, lo brutalmente estético que puede llegara ser, la satisfacción de ver la progresión, lenta, costosa, dolorosa en muchas ocasiones, pero progresión al fin y al cabo, que con el paso de los años acaba convirtiéndose en control sobre el mismo.
Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que monte en uno. Tendría 8 o 9 años, cuando un buen día apareció en el patio del cole un compañero de clase con una patineta de plástico bajo el brazo (una mítica Sancheski naranja). Desde ese primer día que monte en aquel pequeño patín, su poder de atracción me apresó tan fuerte como el mordisco de un Pit… cuando coge a su presa ya no la suelta.
Desde aquella primera vez, el reguero de recuerdos almacenados en mi cabeza es interminable. Montones de historias y anécdotas imborrables, Mi primer patín, las primeras pateadas de niño por mi barrio y después por toda esta mini city (con 10 u 11 años era un aventura igual), el primer “ollie”, la gente de tu ciudad con la que empiezas, cientos de tardes patinadas, cientos de sesiones al sol, días buenos en que todo sale “rodao” y otros de desesperación por que un truco se ha cruzado bajo tus pies hasta el punto de querer partir en dos ese endemoniado trozo de madera; cientos de golpes, caídas y lesiones de todo tipo; decenas de tablas partidas, muchos viajes con la patineta a la espalda, mucha gente de muchos lugares que vas conociendo entre truco y truco…
En fin, mil historias bajo los pies...; todo esto venía a cuento de que con la primavera y el buen tiempo vuelven otra vez esas ganas grandes de salir cada atardecer a patinar un ratito resurgiendo toda esa energía que permanece dormida durante el invierno. Sinceramente creo que he tenido suerte de haberme topado con un patín y haberlo disfrutado tanto… y lo que queda...
Ride or die
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