El primer recuerdo que tengo de la chica de los ojos de serpiente es verla dando vueltas alrededor de mi banco de madera. Ahora que lo pienso, parecía ya predestinada a girar en órbita sobre mi vida.
Sus ojos transparentes y verdes escondían una mirada gris y triste; sus manos blancas eran las de una niña y su pelo largo y castaño el de una mujer. Era más alta que las demás y más guapa y también extraña al mismo tiempo. Los chicos del verano que la rodeaban no sabían que nadie podría rodearla jamás y que su dulce mirada gris no era sino un arma de un solo filo capaz de atravesar una plancha de acero con la facilidad con la que puedas clavar un cuchillo en la arena de una playa del norte. Aquella mirada jamás se detendría en unos ojos débiles, y no por ello dejarían nunca de hacerle daño.
Su rostro era la luz de una mañana de diciembre, piel de hielo y agua que se evapora con los años. ¿Quien no podría enamorarse de una chica así?, ¿Quién no cruzaría un país para refugiarse en sus brazos? ¿Quien no cruzaría todos los países? Yo no.
Yo nunca cruce nada por ella, pero nuestras miradas se cruzaron tan pronto que ya era demasiado tarde. Jamás quise robarle el corazón, pero si rebusco en los bolsillos de algún viejo pantalón seguro que encuentro algún pedazo que olvide tirar por aquel acantilado frente al mar. Aquella historia se desgasto antes de empezar y el tiempo corría deprisa, pero al revés de cómo lo hace con el resto de la gente. Si mis ojos hablaran no dirían más de lo que ahora digo.
- Te lo prometo, yo te querré siempre.
- Eso no es verdad y tú lo sabes.
- Tienes razón, mi corazón tiene prisa. Ahora va camino de una fiesta a la cual tú no has sido invitada.
Aquellos ojos verdes vieron con los años que el chico despiadado cuyos sentimientos se perdieron entre el calor del verano y la lluvia del aquel terrible otoño, no era peor, sino mejor que todas las cosas que sucedían a su alrededor. Esa chica merecía algo mejor, merecía el calor de un abrazo. Uno de verdad, con manos de verdad y brazos, y ojos cerrados y un temblor recorriendo mis entrañas. Y también las tuyas. Yo he dado abrazos muy fuertes a personas que no conozco, a personas que podrían no haberse cruzado nunca en mi camino, y mi rumbo habría permanecido invariable; yo he tirados abrazos desde una carroza como quien reparte mentiras desde una tribuna. Pero a ella jamás le regale uno.
- Su dolor no es mi dolor, me repetía una y otra vez. Pero hacía mucho tiempo ya que no escuchaba mis propias palabras
Con los años las hojas de los árboles ya no caían de la misma forma aunque la gravedad hacía que terminasen siempre en el mismo sitio. Los dos aprendieron a mirar de lejos las cosas que antes tenían cerca; aprendieron que era mejor bajar en estaciones distintas y a coger trenes cuyos destinos eran tan inciertos como lejanos el uno del otro.
Sus ojos transparentes y verdes escondían una mirada gris y triste; sus manos blancas eran las de una niña y su pelo largo y castaño el de una mujer. Era más alta que las demás y más guapa y también extraña al mismo tiempo. Los chicos del verano que la rodeaban no sabían que nadie podría rodearla jamás y que su dulce mirada gris no era sino un arma de un solo filo capaz de atravesar una plancha de acero con la facilidad con la que puedas clavar un cuchillo en la arena de una playa del norte. Aquella mirada jamás se detendría en unos ojos débiles, y no por ello dejarían nunca de hacerle daño.
Su rostro era la luz de una mañana de diciembre, piel de hielo y agua que se evapora con los años. ¿Quien no podría enamorarse de una chica así?, ¿Quién no cruzaría un país para refugiarse en sus brazos? ¿Quien no cruzaría todos los países? Yo no.
Yo nunca cruce nada por ella, pero nuestras miradas se cruzaron tan pronto que ya era demasiado tarde. Jamás quise robarle el corazón, pero si rebusco en los bolsillos de algún viejo pantalón seguro que encuentro algún pedazo que olvide tirar por aquel acantilado frente al mar. Aquella historia se desgasto antes de empezar y el tiempo corría deprisa, pero al revés de cómo lo hace con el resto de la gente. Si mis ojos hablaran no dirían más de lo que ahora digo.
- Te lo prometo, yo te querré siempre.
- Eso no es verdad y tú lo sabes.
- Tienes razón, mi corazón tiene prisa. Ahora va camino de una fiesta a la cual tú no has sido invitada.
Aquellos ojos verdes vieron con los años que el chico despiadado cuyos sentimientos se perdieron entre el calor del verano y la lluvia del aquel terrible otoño, no era peor, sino mejor que todas las cosas que sucedían a su alrededor. Esa chica merecía algo mejor, merecía el calor de un abrazo. Uno de verdad, con manos de verdad y brazos, y ojos cerrados y un temblor recorriendo mis entrañas. Y también las tuyas. Yo he dado abrazos muy fuertes a personas que no conozco, a personas que podrían no haberse cruzado nunca en mi camino, y mi rumbo habría permanecido invariable; yo he tirados abrazos desde una carroza como quien reparte mentiras desde una tribuna. Pero a ella jamás le regale uno.
- Su dolor no es mi dolor, me repetía una y otra vez. Pero hacía mucho tiempo ya que no escuchaba mis propias palabras
Con los años las hojas de los árboles ya no caían de la misma forma aunque la gravedad hacía que terminasen siempre en el mismo sitio. Los dos aprendieron a mirar de lejos las cosas que antes tenían cerca; aprendieron que era mejor bajar en estaciones distintas y a coger trenes cuyos destinos eran tan inciertos como lejanos el uno del otro.
Aquel barco con forma de mujer encalló en aguas tan turbias que los peces que antes nadaban en ellas habían desarrollado alas para poder salir volando de allí. La pena la consumió. La pena consume todo.
Pobre sirena varada.
Pobre sirena varada.